domingo, 22 de marzo de 2015

Huída

Se le dibujó una sonrisa en el rostro. Sus pequeñas manitas le cogían uno de sus dedos, y la dulzura invadió toda aquella sala, en la que solo había unos pocos muebles y la cunita de la niña.
Era una casa fría, olvidada, sin fuego ni risas de niños, solo estaban la niña y ella, en medio de una soledad absoluta, pero con eso ya le bastaba, o eso creía.
Tenía unos veintisiete años, nunca se supo bien cuántos años tenía aquella joven que había llegado con una maleta en una mano y un bebé en brazos. Solo se sabía que era joven, que desprendía seguridad allí donde pisaba y que su sonrisa, que nadie creyó sincera, se mantenía intacta en cualquier situación, perfilada con un rojo carmín y unos dientes, blancos , intactos, que habían pasado por varios años de aparatos correctores. Nadie conoció su verdadera historia, ni mucho menos los motivos de llegar a ese pueblo, perdido, y alquilar, precisamente, la casa más alejada de la aldea.
 No se encontraron pruebas que explicarán que ella, Marion, estuvo viviendo varios meses allí, solo testimonios de personas, que la tildaban de extraña, segura e hipócrita, aunque todos recordaban a la pequeña niña, de unos seis meses, adorable, risueña, que transmitía dulzura, la dulzura que su madre no sabía, o no quería, quién sabe, desprender.
Marion, o así se hacía llamar, huía de un pasado, de unos recuerdos y unas heridas, necesitaba soledad, estar acompañada por su pequeña y con su mente, ya que los meses pasados le habían dejado destrozada. Encontró en ese pueblo, su refugio, la soledad que tanto ansiaba y un nuevo papel que interpretar, el de una chica segura, huraña, sin amigos y encerrada en sí misma.
Aquella sonrisa que se le dibujó en la cara, desapareció. La dulzura se vio invadida por terror, un mensaje en el móvil, que tenía un nuevo número, le volvió a recordar que no se puede escapar del destino. Hizo las maletas, visitó a la niña, dejó las luces encendidas, el comedor con la cuna desecha, sin avisar a nadie, y huyó, otra vez.

Alguien llamó a mi puerta. Marion estaba allí, con la niña, a media sonrisa. La dejé entrar, y me explicó la historia de su huída, su estancia en aquel pueblo solitario y la nueva llamada a la realidad. Sollozando, cayó rendida a mis brazos y me dijo: "Me están persiguiendo, sálvame, hermana, sálvame".

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