Se le dibujó una sonrisa
en el rostro. Sus pequeñas manitas le cogían uno de sus dedos, y la dulzura
invadió toda aquella sala, en la que solo había unos pocos muebles y la cunita
de la niña.
Era una casa fría,
olvidada, sin fuego ni risas de niños, solo estaban la niña y ella, en medio de
una soledad absoluta, pero con eso ya le bastaba, o eso creía.
Tenía unos veintisiete
años, nunca se supo bien cuántos años tenía aquella joven que había llegado con
una maleta en una mano y un bebé en brazos. Solo se sabía que era joven, que
desprendía seguridad allí donde pisaba y que su sonrisa, que nadie creyó
sincera, se mantenía intacta en cualquier situación, perfilada con un rojo
carmín y unos dientes, blancos , intactos, que habían pasado por varios años de
aparatos correctores. Nadie conoció su verdadera historia, ni mucho menos los
motivos de llegar a ese pueblo, perdido, y alquilar, precisamente, la casa más
alejada de la aldea.
No se encontraron pruebas que explicarán que
ella, Marion, estuvo viviendo varios meses allí, solo testimonios de personas,
que la tildaban de extraña, segura e hipócrita, aunque todos recordaban a la
pequeña niña, de unos seis meses, adorable, risueña, que transmitía dulzura, la
dulzura que su madre no sabía, o no quería, quién sabe, desprender.
Marion, o así se hacía
llamar, huía de un pasado, de unos recuerdos y unas heridas, necesitaba
soledad, estar acompañada por su pequeña y con su mente, ya que los meses
pasados le habían dejado destrozada. Encontró en ese pueblo, su refugio, la soledad
que tanto ansiaba y un nuevo papel que interpretar, el de una chica segura,
huraña, sin amigos y encerrada en sí misma.
Aquella sonrisa que se le
dibujó en la cara, desapareció. La dulzura se vio invadida por terror, un
mensaje en el móvil, que tenía un nuevo número, le volvió a recordar que no se
puede escapar del destino. Hizo las maletas, visitó a la niña, dejó las luces
encendidas, el comedor con la cuna desecha, sin avisar a nadie, y huyó, otra
vez.
Alguien llamó a mi
puerta. Marion estaba allí, con la niña, a media sonrisa. La dejé entrar, y me
explicó la historia de su huída, su estancia en aquel pueblo solitario y la
nueva llamada a la realidad. Sollozando, cayó rendida a mis brazos y me dijo:
"Me están persiguiendo, sálvame, hermana, sálvame".
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