domingo, 14 de febrero de 2016

Vidas inocentes: relatos de una reportera de guerra.

La vida se compone de luces y sombras, eso pensó cuando su mirada recorrió todo el escenario que presentaba aquella guerra cruel que estaba cubriendo como reportera bélica. Esa era una de las sombras, una sombra oscura, tétrica que se llevaba miles de vidas inocentes, vidas de mujeres, de niños, de hombres que no entendían por qué su pequeño mundo se acababa derrumbando por culpa de una guerra que no entendían, de la que no eran los protagonistas, sino sus víctimas, anónimas, insuficientes.
Las luces existían cuando una vida nueva nacía bajo todo aquel terror, el llanto del recién nacido era el halo de luz que irrumpía bajo toda aquella oscuridad, una oscuridad provocada, una oscuridad que siempre reinaría en la memoria de aquellos que vivían en sus propias pieles aquella guerra sin sentido, sin ganadores, sin vencidos, solo con víctimas.
Su cámara recorrió todo el lugar, devastado por las bombas, un lugar desértico, cubierto de cadáveres; y su objetivo dio a un cuerpo especial, el de un niño, un niño abrazado a su pequeño oso de peluche, un niño inocente de unos siete años. Un niño más.


Un paso. Dos. Cristales. Cadáveres. Una náusea recorrió por todo su cuerpo. Se paró. No podía aguantar más. Cada paso que daba era un cristal clavado en su corazón. Cada vida, cada muerto en aquella carretera llena de ruinas, era una puñalada más. Un sinsentido en aquella guerra que solo se estaba llevando más vidas inocentes. Simples vidas que no eran protagonistas en aquel enfrentamiento entre ricos, entre ideologías distintas pero a la vez iguales en un simple hecho: hacer daño. Eso hacían: daño, separar familias, derribar casas y destrozar sueños.


Otro paso más. Se acercó a un puente, en ruinas. Recogió un pequeño osito de peluche, parecido al que tenía aquel niño de siete años que había dejado atrás, que le había destrozado, que había muerto como tantos niños inocentes. Las principales víctimas de aquella masacre.


La cámara se centró en aquella imagen, en aquel oso roto y deshilachado. La imagen quedó plasmada, aquel pequeño peluche era aquello que quería mostrar, que todo carecía de sentido. Que nada en aquella guerra cruel tenía sentido, que todas aquellas vidas inocentes que se llevaba jamás serían reconocidas, que jamás recordarían, porque solo eran víctimas colaterales, efectos secundarios de aquel odio de algunos que había provocado la injusticia de llevarse tantas muertes, tantas vidas, que sinsentido habían desaparecido en mitad de una acción, de una palabra, en sus casas, planeando sueños y siendo felices, pensando en que finalmente aquel terror acabaría.


Las víctimas anónimas iban cayendo. Una a una. Un paso tras otro. Y nada podía hacer por remediarlo. Denunciarlo. Ese era su papel. Aquellas vidas inocentes habían desaparecido, pero en su objetivo fotográfico siempre quedarán grabadas. Porque su papel era ese. Simplemente ese. Dar voz al pueblo que no lo tiene. Dar imágenes de aquellas víctimas que estaban pagando una guerra que no era la suya. Dar voz, denunciar que nada se soluciona a través de los actos bélicos, que solo comportan muerte, terror, gritos y dolor.

Un paso más. Dos. Cristales rotos. Cadáveres. Un objetivo fotográfico. Lo que comporta toda guerra. Dolor. Muerte. Llantos. Gritos. Y entre todo eso, esperanza.

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